viernes, 27 de junio de 2008

Tía en dificultades

¿Por qué tendremos una tía tan temerosa de caerse de espaldas? Hace años que la familia lucha para curarla de su obsesión, pero ha llegado la hora de confesar nuestro fracaso. Por más que hagamos, tía tiene miedo de caerse de espaldas; y su inocente manía nos afecta a todos, empezando por mi padre, que fraternalmente la acompaña a cualquier parte y va mirando el piso para que tía pueda caminar sin preocupaciones, mientras mi madre se esmera en barrer el patio varias veces al día, mis hermanas recogen las pelotas de tenis con que se divierten inocentemente en la terraza y mis primos borran toda huella imputable a los perros, gatos, tortugas y gallinas que proliferan en casa. Pero no sirve de nada, tía sólo se resuelve a cruzar las habitaciones después de un largo titubeo, interminables observaciones oculares y palabras destempladas a todo chico que ande por ahí en ese momento. Después se pone en marcha, apoyando primero un pie y moviéndolo como un boxeador en el cajón de resina, después el otro, trasladando el cuerpo en un desplazamiento que en nuestra infancia nos parecía majestuoso, y tardando varios minutos para ir de una puerta a otra. Es algo horrible. Varias veces la familia ha procurado que mi tía explicara con alguna coherencia su temor a caerse de espaldas. En una ocasión fue recibida con un silencio que se hubiera podido cortar con guadaña; pero una noche, después de un vasito de hesperidina, tía condescendió a insinuar que si se caía de espaldas no podría volver a levantarse. A la elemental observación de que treinta y dos miembros de la familia estaban dispuestos a acudir en su auxilio, respondió con una mirada lánguida y dos palabras: «Lo mismo». Días después mi hermano el mayor me llamó por la noche a la cocina y me mostró una cucaracha caída de espaldas debajo de la pileta. Sin decirnos nada asistimos a su vana y larga lucha por enderezarse, mientras otras cucarachas, venciendo la intimidación de la luz, circulaban por el piso y pasaban rozando a la que yacía en posición decúbito dorsal. Nos fuimos a la cama con una marcada melancolía, y por una razón u otra nadie volvió a interrogar a tía; nos limitamos a aliviar en lo posible su miedo, acompañarla a todas partes, darle el brazo y comprarle cantidad de zapatos con suelas antideslizantes y otros dispositivos estabilizadores. La vida siguió así, y no era peor que otras vidas.

Para tía, si es que existe

Hoy andaba leyendo a Cortázar en el micro; justamente ese cuento fantástico que habla del miedo enorme que tenía tía a caerse de espaldas, puesto que creía que no podría levantarse de nuevo, a pesar de que todos en casa acudieran a ayudarla. Estaba yo en la parte en que describe cómo las cucarachas caídas luchan por levantarse usando sus patas desesperadas; pensaba en la desventaja, en esa desigualdad rotunda y mezquina que seguramente nadie había concebido: Al caer, las cucarachas deben moverse 180 grados; tía, sólo 90. Entendí con esa reflexión por qué era tan difícil para ellas ponerse en pie, y hasta pude imaginarme a una sintiendo el miedo de tía y la comprendí… a la cucaracha; pero ¿a tía? No, absurdo. Luego seguí pensando y entendí que el miedo muchas veces es infundado, antes de caer en cuenta de que las cucarachas no se incorporan como los humanos, sino que lo hacen ladeando su cuerpo. O al menos eso creo, eso parece tener más sentido que imaginar a una cucaracha gimnasta dándose un volantín. Fue ahí cuando entendí por qué nadie había concebido tal apreciación. Pero bueno, al grano. Continué haciendo una serie de conjeturas bastante absurdas, cuando coincidentemente de un instante a otro, al micro intentó subirse un señor, que asumo habrá tenido la edad de tía, y como desistió apenas puso una pata en el escalón, cuando el carro arrancó, porque estos echan a andar cuando uno no acaba de poner ni la mitad del talón, se cayó al piso. Sí, disiparé la intriga que asoma con su cabecita rapada y los ojos temerosos: CAYÓ DE ESPALDAS. En ese momento, después de sorprenderme y sentir lástima por el infortunio del personaje, me sentí realmente aliviada por tía, pues hasta yo ya estaba creyendo que si se caía, ahí se quedaba. Sentí ganas de que no fuera un personaje de cuento; sentí ganas de que, si no era solo un personaje de cuento, fuera la señora que se cubría el rostro con las manos, sentada a mi lado, para que así pudiera quitársele ese miedo. Tía, si tú existieras, si exististe alguna vez, si todavía no te has muerto, tía, ¡vamos! que no te postre el miedo, que no te haga andar con paso lento; quizá la vejez, ¡mas no el miedo! Me gustaría firmar un contrato, y que me parta un rayo si no cumplo con lo acordado, que sirviera de garantía, tía, para que tuvieras una especie de certeza impresa en tinta y no solo burdas palabras y promesas que, uy, quién sabe en estos tiempos si serían cumplidas. Quisiera ser Dios, tía, y tú una fiel devota, para aparecerme en tus sueños y quitarte con mis supuestas manos benditas, de una sola, tu temor. Y es que, tía, cómo podría hacerte entender (si pudiera) que si aquel señor, contemporáneo tuyo, se cayó y antes de pararse aprovechó la posición para dar de pataditas al irresponsable cobrador y lucir justo como su símil, la cucaracha, ¡tú podrías levantarte y de sobra! Lo haré simple: Tía, si te caes, ¡TE PARAS DE VUELTA! (y si no puedes, porque ya ahora uno no se siente seguro de nada, ha de ser porque últimamente ver alrededor, y sobre todo al frente, se ha vuelto medio doloroso).